viernes, agosto 20, 2010

El amargo néctar



Él nunca tomó. Se sentía diferente en un clima de algarabía juvenil. Bebidas, música, risas. Hombres y mujeres. Todo ocurría rápidamente. Sin embargo, él percibía la sucesión de momentos con un nivel de detalle extremadamente minucioso que contrastaba con la vorágine consumidora de la lucidez ajena. Se encontraba en una posición poderosa, pero vulnerable. La cerveza no lo perturbó. Las bebidas blancas irradiaban personalidad, pero en el fondo eran débiles. No, gracias. Decía.

Se dejó caer en la silla mientras los demás bailábamos, nos sentábamos, nos parábamos nuevamente y luego volvíamos a bailar. Era superior, y lo sabía. Pero lo que no tenía en cuenta era que incluso la persona más fuerte tiene puntos débiles. Y su debilidad acababa de entrar por la puerta de la mano de un joven. Morena, delgada, llamativa. Un poco densa para algunos. Todos nos dábamos vuelta al verla llegar. Le decíamos, Fernet.

Algunos la miraban y luego la ignoraban. La probaban, la dejaban. Mujer de un solo hombre, decía ella. Lo observaba fijamente. La atracción era mutua. Él se acercó tímida y lentamente. La volcó sobre sus labios. Pura. Era una situación perfecta, nadie les prestaba atención.

Pasó una hora. Dos. Su rostro se transformó. Una alegría extrema invadió su cuerpo. No era él. El amargo néctar de la mujer tomó posesión de su cuerpo. Era uno más, ya no se sentía diferente. Comenzó a moverse a la par del resto, como sumergido en una corriente marina que lo trasladaba sin su consentimiento. Algunos lo mirábamos de reojo, extrañados. Otros lo sumaban rápidamente al ritual.

¡Son las dos! gritó uno. Todos miramos el reloj, menos él. Camperas en mano, música apagada, el ritmo se mantenía vivo en su cabeza. Salieron a la calle. Frío. Las luces de la ciudad se movían de un lado al otro. ¿Y tu auto? Le preguntó uno. Lo estacioné a unas cuadras, dijo él. Vamos caminando al bar, decidió después.

Entremos ya. ¡Documentos por favor! A ver, levantá los brazos. Una sonrisa de lado a lado se marcó en su rostro. Sus ojos se cerraron con placer y alzó sus manos como si pudiera tocar el cielo. Se volvía a sentir superior. No había mujer que lo pudiera rechazar. En la oscuridad del lugar, comenzó a caminar con una postura erguida. Su altura le permitía ver todo desde otra perspectiva. Todo aquel que se lo cruzaba fruncía las cejas y luego reía. Era el rey. ¿Los demás? Sus bufones.

¡Music! Gritaba Madonna. Mientras, él caminaba moviendo la cabeza. Ojos entornados. Leve movimiento facial. A vos te conozco, le decía a cada mujer que pasaba. Llevémoslo para afuera, me rogaba una amiga. Está sacado. Lo agarramos del brazo. Se dejó llevar.

El aire exterior fue un gancho de derecha de Mohamed Ali. Su cuello cedió, la cabeza descendió y su mentón rozó su pecho. Vení, sentate un segundo. Lo dejamos ahí, muerto espiritualmente. Boca abierta, mirada fija, francotiradora. ¿Cómo vuelve manejando? Murmuró uno desde atrás. Nos dimos vuelta y no respondimos. Pasaron segundos, minutos, décadas. Seguía inmóvil. ¡Se está moviendo! Grité. El amargo néctar de la viuda negra abandonaba su cuerpo. Estaba débil, cansado de la lucha interna entre su ser y su no ser. Perdón, nos dijo. Definitivamente necesitaba ayuda.

Dos amigos le pidieron la llave del auto. No me puedo subir, balbuceó. Me mareo. Se marea. Su conciencia se trasladó a un barco que lucha contra la tormenta en altamar. Amigo, ya llegó el auto. ¿Ya? preguntó incrédulo. Su percepción sufría de serias elipsis temporales. Vamos a comer comida basura, dijo un desubicado. Sin embargo, nadie se negó. Era temprano y había hambre de gloria.

Estacionamos. Me quedo en mi auto, dijo la víctima en un estado intermedio entre la plena conciencia y la desnudez mental. Mientras comíamos, decidíamos qué hacer con el muerto. Ideas bizarras circulaban por la mesa, descartadas por la risa y la preocupación. Lo llevamos hasta la casa y nos volvemos en remo, propusieron. Era incómodo, era la única opción.

Llegamos amigo. Perdón, dijo nuevamente. No hay drama.