Es uno de los tantos oficios artesanales de la ciudad de Buenos Aires que están desapareciendo. Julio Roldán, restaurador de muñecas, cuenta cómo es su trabajo y porqué es tan difícil continuar con este negocio.
Brazos en una mesa. Manos y piernas en otra. Ojos que miran hacia todas partes. Ingresar a la “Clínica de muñecas Alfa” del “Doctor” Julio Roldán es como adentrarse en un tétrico mundo de fantasía alejado de toda realidad. El local, ubicado en Venezuela y Castro Barros, es un templo de nostalgia. Luego de haberle dedicado casi 50 años al negocio de la reparación de muñecas, Roldán reconoce que su amado oficio está en vías de extinción.
Muñecas de plástico, porcelana, pasta, celuloide, entre otros materiales, forman parte de un negocio que se achicó tras el fallecimiento de Antonio Caro, un reconocido restaurador del barrio de Monserrat, dueño de la famosa “Casa de las muñecas”. Ahora sólo queda Roldán. “Tengo clientes regulares, y a veces vienen familiares de esos clientes que me dicen que no encuentran otros lugares para reparar sus antiguas muñecas”, afirma Julio.
Era un oficio popular. Daniela Pelegrinelli, autora del primer “Diccionario de juguetes argentinos”, sostiene que la práctica de llevar a arreglar las muñecas era común a principios del siglo XX. “Se podía encontrar más de un negocio por barrio. Buenos Aires supo tener reconocidas clínicas de muñecas, como J.M. Rosell, La Beba o Casa Schill”, asegura la escritora.
Con el correr de los años, la producción en serie de muñecos de menor calidad fue desplazando a los antiguos ejemplares de porcelana. “Hoy todo es descartable. Te comprás una muñeca y a la semana se te rompe. Yo eso no lo arreglo, no me interesa. Lo mío es un trabajo artístico”, cuenta “el doctor”, como le dicen en el barrio de Almagro.
¿El doctor? Si. “Si nosotros vamos al doctor, ¿por qué no van a poder ir las muñecas?”, pregunta Roldán. Y asegura: “La gente llama y pide por el doctor. Y su lugar de trabajo es la clínica, porque las muñecas terminan internadas durante horas, días, semanas o meses”. Cada tanto la gente deja un “clavo” –muñecas abandonadas- que pasan a formar parte del gran depósito de repuestos que hay en el taller. Para Roldan, las muñecas reciben el mismo afecto y dedicación que una persona, por la delicadeza del trabajo.
Según Pelegrinelli, para la gran mayoría de las personas, hoy es impensable llevar a arreglar una muñeca. “Las compran nuevas”, dice. Sin embargo, sostiene que las clínicas de muñecas hacen recordar la relación entre un niño y su juguete, un vínculo que antes no se rompía fácilmente.
“A pesar de que hoy es común, en otras épocas no se descartaban los objetos queridos para reemplazarlos por otros nuevos”, agrega Pelegrinelli, quien cree que “el doctor de muñecas no es un restaurador, sino un componedor que se ocupa de todo tipo de pacientes, no sólo de muñecas de colección caras y exóticas”.
El negocio resiste como puede. El hijo de Roldán, contador público de 29 años, se encarga de publicitar el trabajo de su padre en Internet. Creó una página web y cuentas en diversas redes sociales, como Facebook o Twitter. Sin embargo, Roldán cree que la mejor publicidad es el boca en boca. “Esto se da partir de la confianza que genera uno al realizar un buen trabajo y ser siempre responsable y puntual”, dice Roldán.
El oficio del “doctor de muñecas” se transmite de generación en generación. “Esto no es algo que puedas aprender de un día para el otro. Esto se mama desde chico”, cuenta Roldán, que a pesar de tener dos hijos, ninguno está interesado en continuar con el negocio. “Yo no los voy a obligar. No quiero que después me echen la culpa por no haber hecho lo que ellos querían”, cuenta con cierta resignación.
Muchos de los clientes son personas que quieren recuperar sus antiguas muñecas para regalárselas a sus hijas o nietas. Roldán recuerda el caso de una chica que, tras la crisis del 2001, se fue a vivir a España, donde hoy cría a su primera hija. “La madre de esa chica me pidió que le arregle tres muñecas para poder llevárselas a su nieta. Yo le dije que no había problema, pero que a cambio quería que me trajera una foto de toda la familia al lado de las muñecas. Y me la trajo”, cuenta Roldán.
“Hoy, las niñas que jugaban con esas muñecas, son madres y abuelas que quieren mantener el recuerdo intacto, para compartirlo con sus hijas o nietas. No recuperan sólo el juguete, recuperan su infancia. Estos juguetes representan los lazos familiares”, dice Roldán, que a su alrededor tiene decenas de muñecas que hacían furor en otras épocas, como las Shirley Temple, la Mariquita Pérez o la Rayito de Sol, hecha en Argentina.
Julio recuerda que, en su afán de seguir siempre con el mismo negocio, sufrió momentos muy duros: “el menemismo me fundió, cerraba todo, no venía nadie”. Hoy, a pesar de que cuenta con una clientela suficiente, no logra ver con claridad el futuro de este oficio: “Creo que soy el único que queda”. Sin embargo, se mantiene esperanzado: “Siempre habrá chicos. Mientras haya niños, habrá muñecos. Si hay muñecos, hay trabajo”.