Aprovechando la cercanía, finalmente fui al Gaumont a ver “Dos disparos”, última película de Martín Rejtman que en estos días también se puede ver en el Malba. El filme, que recorrió varios festivales y tuvo muy buena recepción por parte de la crítica, presenta como punto de partida a Mariano (Rafael Federman), un chico de unos veinte años que vuelve de madrugada a su casa tras ir a bailar, y que en vez de irse a dormir, decide cortar el pasto. Tras romper uno de los cables de la máquina, busca en una caja alguna herramienta para arreglarlo y en su lugar encuentra, sorpresivamente, un revolver. Sin pensarlo demasiado, y en medio de un calor agobiante, Mariano sube a su cuarto y se pega dos tiros, uno que le roza la cabeza y otro que le perfora el estómago. De milagro sobrevive.
La película no tiene una estructura clásica. De hecho, se ramifica en diferentes líneas argumentales que no se cierran y termina abandonando, por lo menos superficialmente, el “disparador” inicial. Como idea general, el filme retrata con un tono monocorde y sobrio, casi mecánico (sobre todo en sus diálogos) y pinceladas de humor incómodo, la reacción de la familia de Mariano –su hermano y su madre- ante el intento de suicidio. Pero en particular, el guión parece ir recorriendo la acción de cada uno de los personajes que van apareciendo, sin quedarse mucho tiempo en ninguno, como si se distrajese fácilmente, como si el hecho de permanecer quieto lo incomode.
Se supone que un hecho de estas características debería provocar un cambio en el entorno familiar (aunque no siempre es así), pero la reacción es silenciosa y se desenvuelve profundizando el aparente problema original, o sea, ocultándolo. Pero así como la acumulación de basura debajo de la alfombra lleva a que un día ésta se termine viendo, los problemas terminan encontrando la forma de ver la luz, a pesar de los frustrados intentos de los protagonistas. Todo esto se ve en detalles, en escenas puntuales, en diálogos específicos, enmarcado dentro de estos mini relatos protagonizados por el propio Mariano, que toma su acto sin demasiada preocupación, como si fuera un hecho común; por su hermano Ezequiel, que conoce a una chica que se está separando de su novio “hace dos años”; y por su madre, que emprende un viaje a la costa junto a la profesora de flauta de Mariano y termina conociendo a un particular grupo de personas que entran demasiado rápido en confianza.
El hecho de no tener un final claro da a suponer que Rejtman prioriza la percepción de los climas que genera y la conclusión que uno pueda sacar de esa observación, sin importar si esa historia, en un sentido narrativo clásico, se cierra de algún modo. Por este motivo dudo que sea una película para cualquier tipo de espectador. Su ritmo es lento pero inquietante, como un constante tic tac de una bomba que está a un punto de explotar, pero que nunca lo hace. O en realidad sí lo hace, pero en forma de disparos.
El pedazo que faltaba
Hacía bastante que no iba al Gaumont y por lo que vi, está mucho mejor que antes. Pero lamentablemente sigue teniendo algunos problemas que no se sabe bien por qué suceden, si por dificultades técnicas, descuidos de los proyectoristas o por malas copias. En el medio de la película se cortó la imagen, pero no el sonido. Al segundo, una mujer que estaba sentada atrás mío se paró indignada y exclamó “¡otra vez, no!”. Rápidamente fue a reclamar. Parece que era la segunda película que veía en el día, y el mismo problema la perseguía. “Seguro que ahora la ponen de nuevo sin repetir el pedazo que no se pudo ver”, dijo en un par de oportunidades. Efectivamente fue así. Mientras la película continuaba solamente con audio, la mujer volvió a gritar: “que alguien vaya por favor a reclamar que yo ya fui”. Y agregó: “encima tiene el sonido bajo y acá atrás hacen ruido”. Tenía razón en todo, pero nadie se mostraba demasiado indignado (yo sí, pero tengo un perfil mucho más bajo). Luego, tras repetir lo de “seguro la vuelven a poner sin repetir el pedazo”, otra mujer empezó a burlarse: “ay, el pedazo, el pedazo”. “Sí, dale, vos reite”, le retruco la primera. “Mirá si me voy a molestar porque me falta un pedazo a los 66 años”, le dijo nuevamente en tono burlón la otra, mientras las veinte personas que estaban en el cine se reían. Cuando todos ya estaban callados, un hombre de unos cincuenta años (que estuvo TODA la película tratando de besar a su novia mientras esta simplemente quería ver la pantalla), seguía tentado y no podía contener la risa. La mujer que estaba atrás mío ya no decía nada. Había sido completamente ridiculizada. Todo parecía una escena de una película de Fellini.