sábado, agosto 22, 2015

El Clan: terror y locura en San Isidro

Pablo Trapero no es el mismo que hizo Mundo grúa a fines de los ‘90. Su carrera como director fue inclinándose, de forma paulatina, hacia las producciones de corte industrial y de género. El talento fue acompañado, en sus últimas películas, por un mayor presupuesto –en producción y difusión– y por la participación de figuras convocantes del cine nacional, como Ricardo Darín y Guillermo Francella, que aseguran una base alta de espectadores.  Pero más allá de esta transformación del director, hay algo de su esencia que se mantiene, y que tiene que ver con el interés por los personajes, incluso más que por las historias. 

Arquímedes Puccio formaba parte de la “mano de obra desocupada” que había dejado la dictadura militar. Era el líder de un grupo de secuestradores que operó entre 1982 y los primeros años de una democracia ya instalada, pero todavía débil. Junto a sus hijos varones (Alejandro y Maguila) y otros participantes, Puccio secuestraba y mantenía cautivos a familiares de importantes empresarios en su casa de San Isidro, donde también vivía su mujer y sus dos hijas. Tras el cobro de rescates millonarios, Arquímedes procedía a ejecutar a los secuestrados.

En El Clan, su última película, Trapero no indaga demasiado en esos detalles de la investigación que todos más o menos ya conocemos. De forma acertada, el director hace foco en el punto ciego que tiene uno de los relatos más impactantes de la historia policial argentina: en el vínculo interno de la familia, en su –falta de– comunicación, en el inmutable comportamiento ante una verdad sobre la que no se hablaba, pero que estaba ahí, encerrada y amordazada, a pocos metros de la cotidianidad familiar.

Trapero realiza una muy buena reconstrucción de la época y de ciertos ámbitos sociales específicos de San Isidro. El uso de canciones típicas de los ‘80, tanto nacionales (Serú Girán, Virus) como internacionales (The Kinks, David Lee Roth), aportan a esta construcción y le dan dinamismo y menor carga dramática a escenas fuertes que están musicalizadas con temas que tienen un tono completamente opuesto. El único problema de este interesante recurso es el uso excesivo.  

Salvo alguna que otra excepción, las actuaciones logran sumergir al espectador en la historia. Guillermo Francella, abocado hace algunos años a roles dramáticos, asume el papel más desafiante de su carrera y lo hace con mucha altura, salvo en aquellos –pocos– momentos en los que su Arquímedes debe perder la compostura. Allí se le ven los hilos a su interpretación. Por su parte, Peter Lanzani rompe todos los prejuicios y sorprende con una representación profunda de un personaje difícil de interpretar por su doble moral. Las dudas que todos tenemos acerca de Alejandro Puccio son las mismas que refleja Lanzani en cada una de sus intervenciones.

Al hablar de “excepción” al principio del párrafo anterior, me refiero a ciertas actuaciones de personajes secundarios que, a mi entender, distraen por no estar en consonancia con el resto. Este problema es recurrente en el cine argentino y parte de darle mucha más importancia al casting de actores principales que al de los intérpretes secundarios. Fabian Bielinisky, director de Nueve Reinas, decía que admiraba del cine estadounidense la atención sobre todo el conjunto de actores de una película, porque son los secundarios los que terminan de darle el sustento de credibilidad a un film.

En cuanto a la narrativa visual, para hacer foco en los personajes, Trapero apela a planos cerrados y secuencias no muy largas. Más allá de la innegable capacidad del director para filmar (sus excelentes planos secuencia son un sello característico), por momentos el montaje se vuelve fragmentado, poco fluido, como si se conformara con el mero ordenamiento de escenas. Son detalles que, igualmente, no afectan a la muy buena percepción general que uno puede tener de la película.

Toda gran historia debe tener un buen final, y en este caso El Clan acepta la premisa e impacta en sus últimas secuencias. Más allá de que pueda gustar más o menos, la película logra dejar al espectador con muchas preguntas y con cierta incredulidad ante el comportamiento de una familia muy respetada en la zona, que incluso años después de los hechos seguía siendo defendida por varios de sus conocidos.

Seguramente la riqueza de la historia, la trayectoria del director, el conocimiento popular de los actores y la fuerte difusión del film ayudan a explicar el éxito y los récords de concurrencia a solo una semana del estreno.

► Les comparto la entrevista que le realizamos en el programa On The Rocks a la actriz Lili Popovich, que interpreta a Efigenia Puccio en El Clan.


jueves, agosto 13, 2015

The Jinx: Un juego macabro


“Me interesan este tipo de historias de monstruos. Si averiguo que alguien está loco, es un maníaco o un asesino serial, siempre pienso que esa persona empezó en alguna parte. Empezó siendo una persona, con esperanzas y sueños”. La frase pertenece a Andrew Jarecki, realizador de la excelente serie documental The Jinx - The Life and Deaths of Robert Durst que produjo la cadena HBO. El director le transmitió esa reflexión a un periodista durante el estreno de la película All good things, que también dirigió, y que está inspirada en la historia de Robert Durst, hijo de un magnate de bienes raíces neoyorkino, que se convirtió en el principal sospechoso de la desaparición de su esposa en 1982. 

Tiempo después de estrenarse el filme, Durst se contactó con Jarecki para comentarle que le había gustado mucho la película y que tenía ganas de ser entrevistado. Sin dudarlo, Jarecki aceptó la propuesta y comenzó a preproducir lo que hoy en día es la serie documental más comentada del momento, no solo por su valor cinematográfico, sino también por su impacto en la vida real de los protagonistas.

Jarecki ya contaba con experiencia en el género documental. En 2003 filmó Capturing the Friedmans, un retrato de una familia estadounidense de clase media cuyo padre e hijo eran sospechosos de abusar menores. La película fue muy bien recibida y ganó el Gran Premio del Jurado en Sundance, además de ser nominada al Oscar allá por 2003. Si hay algo que caracteriza a Jarecki es su capacidad para entablar un vínculo muy cercano con los protagonistas. Sucedió con Arnold Friedmann y también en este caso con Robert Durst. Seguramente, esa cercanía le permite al realizador exprimir al máximo cada entrevista, tanto con los protagonistas, como con el resto de las personas que componen el relato. No solo es un meticuloso narrador de historias, sino también un entrevistador incisivo, pero sutil.

The Jinx está compuesta por seis episodios que reflejan los momentos más importantes en la vida de Robert Durst, un hombre que cobró protagonismo no solo por la desaparición de su mujer, sino también por ser sospechoso de la muerte de su amiga y portavoz Susan Berman en el 2000, y por haber asesinado y descuartizado a un vecino un año después en Galveston, Texas. A pesar de que es necesario ver la serie para conocer el detalle de cada caso, la lógica indica que una persona con semejantes antecedentes debería haber estado presa. No fue así, y si ven la serie entenderán por qué.

La infancia de Durst estuvo marcada por el suicidio de su madre y por la relación distante con su padre, lo que provocó posteriormente que éste lo elija a Douglas Durst, el hermano menor, como el sucesor en el trono del imperio inmobiliario. En esta parte del relato se explica la primera frase de esta nota. A Jarecki no solo le interesa contar el lado oscuro de un criminal, sino también su historia y los diferentes sucesos que lo llevaron a convertirse en un monstruo. Uno podría pensar que esta intención de Jarecki roza la búsqueda de justificación, pero no es el caso. Con la frialdad de un cirujano, el director hace un retrato profundo y complejo que escapa de la mera caricatura de un criminal.

La serie hace hincapié en los tres casos que lo llevaron a Durst a la tapa de los diarios más importantes de Estados Unidos. Primero se revela la conflictiva y violenta relación con su esposa, que derivaría en su desaparición; luego se explica el vínculo con Susan Berman, hija de un mafioso, que se convierte en su confidente y posteriormente en su víctima; y por último se le dedica un espacio importante al insólito juicio al que fue sometido tras dispararle a un vecino, desmembrarlo y tirar sus partes al río.

El documental tiene como eje la entrevista a Durst, y a su vez combina de manera armoniosa material de archivo (programas de televisión, diarios, audios, cámaras de seguridad); entrevistas a personas allegadas, a investigadores y abogados a cargo de los diferentes casos, y a familiares y amigos de las víctimas; representaciones de algunas situaciones relevantes, como los crímenes; e imágenes del detrás de escena de la filmación, en donde se ve a Jarecki y sus colaboradores diagramando cada paso a seguir. El uso de la música y la edición le dan a la serie un ritmo vertiginoso y dinámico, pero también provocan la intensidad y la tensión suficiente como para generar un clima dramático, denso y cuasi terrorífico sobre el final.

Da la sensación que luego de seis capítulos, uno logra descifrar al menos una parte de la macabra personalidad de Robert Durst. Una personalidad que se ve reflejada en sus gestos al decir una mentira -como tocarse la cara, rascarse el pelo, toser o mover los ojos- y en  sus extrañas reacciones ante ciertas preguntas. A lo largo de la entrevista que le realiza Jarecki y también al ver sus testimonios a lo largo de los años (siempre ante autoridades, nunca a periodistas) pareciera que Durst estuviera jugando todo el tiempo,  como si quisiera que lo descubran, como si prefiriera dejar pistas, migajas de pan que deben ser recogidas para que en su conjunto puedan darle algún tipo de sentido a esta historia. Es como si fuera al mismo tiempo un criminal y un niño que practica un juego macabro y que sabe que no puede ser incriminado.

Durst camina durante 30 años a lo largo de una fina línea que separa a la obviedad de la sutileza.  Esa capacidad de equilibrio se la da su inteligencia, pero también su rol de miembro de una sociedad en la que la justicia muchas veces está sometida al poder económico.